Entrada importada del Blog de Photoespaña que hice en abril.
Madrid, domingo 20 de abril de 2008
Acudo a esta página en blanco con menos frecuencia de la que me había propuesto. No es por desgana; es por miedo.
Debería de haber, o mejor, debe de haber y yo lo desconozco, un diccionario alternativo al que nos da la versión unívoca del significado de las palabras. Tal volumen sería infinito y cambiante. Las palabras que usamos no solo enuncian lo que queremos decir, sino también, y con mayor precisión, lo que no queremos decir. Queriendo evitar un tema nos descubrimos tropezando insistentemente con las palabras que lo nombran.
El amor y el miedo deberían aparecer como términos complementarios. A veces sinónimos, otras antónimos. Unidos por la misma naturaleza de su origen.
Hay artistas que trabajan con sus miedos, que sienten la necesidad de ponerse frente a ellos y cincelarlos, como si de un bloque de mármol se trataran, hasta darles forma. Saben que el amor tiene muchas veces una apariencia fantasmagórica.
Lucía comenzó a tallar sus miedos en el parque del Retiro de Madrid. Acudía allí a última hora del día, cuando la luz se replegaba y la noche, con ese frío que solo produce la oscuridad, comenzaba a cubrir los caminos y los árboles. Entonces, viendo caminar a sus fantasmas junto a ella, a través de ella, fotografiaba temblando de miedo, como si fuera lo último que iba a hacer en la vida.
Esta misma mañana he visitado la exposición Esculturistas, en la sala Alcalá 31 de Madrid. Intensa, sutil y formalmente impecable: exquisita. En una de las salas Virginie Barré ha instalado un conjunto escultórico aterrador y entrañable. Tener miedo no es malo, reflexiona Diaz-Guardiola sobre su obra, significa que algo nos importa y que tememos perderlo.
Pues bien, ese es mi mayor temor, perder lo que amo. Por eso siempre he procurado amar lo menos posible, pero he fracasado en todos los intentos; he amado con intensidad y dolor a las personas y cosas que han poblado mi vida. Tanto miedo tenía a perderlos que prefería perderme yo.
Una vez lo perdí todo de la noche a la mañana. El mundo se derrumbó. Con el tiempo he ido recuperando algunas de esas cosas que se fueron, las más importantes. He vivido siempre con la sensación de que en cualquier momento todo se va a venir abajo. No es una actitud explicita, apenas se me nota. Pero duermo casi despierto, mirando hacia la puerta con desconfianza.
He viajado a Buenos Aires para recuperar cosas, para reconciliarme con mis fantasmas y tratar de darles un forma habitable. Tengo una familia de la que apenas se nada. Un hermano que se quedó allí, primos, tíos, abuelos, sobrinos. Los he echado tanto de menos sin saber siquiera quienes eran. Lo que me faltaba era su existencia en mi vida cotidiana.
Nunca he tenido un álbum familiar, solo un vacío, repleto de ausencias. No tengo ni fotos mías. No guardo nada del pasado.
Por eso ahora he comenzado a armarlo, como puedo, con muchas lagunas. Recupero fotos, pregunto quienes son y que parentesco me une a ellos, y las pego en mi álbum recién inaugurado de afectos por construir.
Sigo teniendo miedo, pero quizá ese miedo deba ser también mi material de trabajo. Asumo que la posibilidad de perder las cosas es lo que las hace aún más valiosas, más delicadas. Y es con esa delicadeza con la que hay que entrar en este jardín que es la memoria, donde cada día muere una flor y nace otra.
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