Bajo del avión. Una funcionaria de aduanas dirije a los pasajeros hacia el control de pasaportes. Me impresiona el maltrato verbal que administra sin distinciones.
Es una de las primeras señales que percibo siempre que vuelvo a España, la forma seca y desagradable en que te tratan los que atienden al público.
Comienzo a rumiar el viejo argumento del inadaptado. No me gusta el lugar en el que vivo, me digo. La gente es muy bruta, no hay diálogo por ninguna parte, solo gritan, no hay crítica, se acepta cualquier cosa sin protestar, nadie escucha a nadie, ruido.
Me enciendo. Pero soy consciente, porque ya lo he vivido muchas veces, de que lo que me molesta no está fuera. Hay algo dentro de mi que me incomoda (algunos viajes remueven más que otros), entonces me molesta todo. Creo incluso que esa molestia con el país que me acogió de niño ni siquiera es mía. He oído tantas quejas a mi alrededor que al final he terminado por creer que era yo quien estaba incomodo.
Esperando un taxi escucho a una chica que habla (grita) por el móvil. Le pasa lo mismo que a mi, pero sus razones son distintas. Llega a España protestando por el lugar en el que vive.
Ya en el centro salgo a caminar. Hay un olor de final de verano que me reconforta. La gente por la calle camina tranquila, disfrutando de este Madrid semi vacío.
Entonces me acuerdo. Me acuerdo de cómo hice para amar esta ciudad. No importa la ciudad en la que vivimos, en cualquier parte hay que construirse la ciudad de uno con pedacitos de lo que hay. Y lo que no hay lo inventamos.
Me quedo con los rincones y los amigos. Con mi ritmo aquí. Los cines y las expos. Los parquecitos donde juega mi hija.
Y la ciudad a través de la mirada de Lucía, cuando llegó a Madrid y me hizo mirar todo con ojos nuevos.