Roman Opalka le daba vueltas a la idea de cómo representar el tiempo mediante la pintura. Una tarde de 1965, mientras esperaba a su esposa en un café de Varsovia, comprendió, de ese modo en que las intuiciones nos hacen comprender, que el único modo de pintar el flujo del tiempo era formar parte de esa progresión homogenea. Asumir el infinito. El propio proceso de elaboración le daría la respuesta.
Volvió a su casa y preparó un lienzo de 135x196 cm. Lo pintó de negro y, mojando su pincel en pintura blanca, pintó un 1 en la esquina superior izquierda. A su lado pintó un 2. Después un 3, un 4, un 5. Así hasta que lo sorpendió la noche. Al día siguiente continuó pintando números desde donde se había quedado. Lo hizo durante semanas, meses, hasta que ya no cabía una cifra más. Llegó al número 35.327.
Entonces preparó otro lienzo de las mismas características y, tras fondearlo en negro, pintó con pintura blanca en su esquina superior izquierda el número 35.328, seguido del 35.329, y así sucesivamente hasta la actualidad.
Todos los cuadros tienen las mismas dimensiones y están pintados con la misma técnica. Opalka solo volvía a impregnar su pincel de pintura cuando las cifras empezaban a resultar ilegibles.
A los pocos años de comenzar la obra a la que dedicaría el resto de su vida, Opalka instaló una grabadora en su estudio y recitaba en voz alta cada numero a medida que lo iba pintando. Asimismo comenzó a hacerse un autorretrato al final de cada jornada de trabajo. De este modo ha documentado su proceso de envejecimiento desde los 34 a los 80 años.
Cuando llegó al número un millón, decidió comenzar a agregar un 1% de blanco al fondo negro de cada cuadro. De este modo, cada pieza se ha ido aclarando conforme las cifras avanzaban. "Mi objetivo" asegura Opalka "es llegar al blanco sobre blanco y seguir todavía vivo".