Recorríamos en moto la costa oeste de la India. Habíamos parado delante de un hotel bonito y raro, que nos pareció abandonado. Era un chalet de dos plantas, color rosa pastel, con balaustradas y estatuas griegas de imitación que daban a una piscina ovalada. Un estilo entre colonial y mafia rusa. Se veía ya de lejos, en medio de la nada, frente a una inmensa playa de arena que parecía no tener fin. Nada alrededor. Mediodía. El cielo casi negro cargado de tormenta a punto de estallar. De vez en cuando un rayo de sol que lo revivía todo. Y nadie en el camino, nadie en ninguna parte.
Nos alojamos en ese hotel extraño que cuidaba un tipo silencioso, éramos los únicos. Y salimos a caminar por la playa.
El mar estaba revuelto por dentro, cualquiera que hubiera entrado habría tenido que luchar para salir. Al cabo de media hora, como si la estuvieran arrojando a baldazos miles de personas, cayó la mayor tromba de agua que habíamos visto nunca. En un minuto teníamos hasta el alma empapada. Volvíamos hacia el hotel y casi no veíamos el suelo. A lo lejos, como en un sueño, vimos un grupo de perros fantasmales que daban vueltas en círculo, aullando. De pronto se pararon y se nos quedaron mirando. Permanecimos allí, clavados, mirándonos de frente perros y humanos, en medio de aquella nada tan hermosa y apocalíptica.
A los diez minutos los perros desaparecieron, y al llegar donde habían estado aullando, vimos el cuerpo en descomposición de un animal que parecía haber sido también un perro. Casi no le quedaba carne entre los huesos, solo su dentadura y sus ojos saltones que miraban al infinito.
Llegamos al hotel con el agua en las rodillas, bajando en riada hacia el mar. Nos quedamos en silencio mirando por la ventana; entrábamos en calor.
Fue una tarde extraña que siempre recuerdo con una nitidez inusual. Como una intersección con otra vida, o con la muerte.