Por alguna razón adoramos lo épico, la gran epopeya que
genera héroes, cuando en realidad la sucesión de hechos en la vida suele ser atropellada
y bastante vulgar. Del mismo modo que se producen mitos alrededor de los
asesinos en serie o las matanzas en institutos a manos de desequilibrados
psíquicos, las acciones de los terroristas vienen siempre envueltas en grandes
pretensiones, con trasfondo lírico.
Lo cierto es que la práctica del terror, proveniente del
estado o del contra-estado, suele obedecer a motivos más materiales que espirituales,
pero en cualquier caso necesitan revestirse de una legitimidad casi mística
para ser comprada por afines y contrarios. En la España de hoy, el terror llega
en forma de devastación económica y anulación de la dignidad individual;
seguimos teniendo derechos, pero no los podemos usar sin poner en riesgo
nuestra integridad física, política y emocional. Hemos interiorizado de tal
modo al represor que no necesitamos la amenaza: vivimos en permanente
autocastigo. Asumimos la violencia institucional como una protección segura contra
la amenaza antisistema, pero en definitiva solo conocemos el Sistema, que actúa
metódicamente en contra de sus propias leyes y protege a quienes las corrompen.
Hasta ahora no he conocido gente más conservadora que los llamados antisistema:
solo pretenden corregir errores para conservar el sistema de valores que tanto
nos ha costado poner en pié.
Al igual que los estados occidentales pretenden defender
unos derechos que pisotean con leyes cada vez más injustas, las milicias de
Boko Haram se escudan en propósitos protectores de un modo de vida y, en
realidad, secuestran mujeres para cambiarlas por vacas: 20 mujeres, 800 vacas.
FOTOGRAFÍA © AKINTUNDE AKINLEYE/Reuters