La gente es una
entidad nebulosa que engloba todo lo que no es Uno. Es un recurso lingüístico y político sin el cual tendríamos
que enfrentarnos a la frustrante conclusión existencial de que todo lo que pasa
en el mundo nos pasa a nosotros y todos los que nos rodean, en realidad son yo
mismo con otras circunstancias.
Pero tenemos esa herramienta, y la usamos a diario: “la
gente es que es idiota”, “los políticos nos engañan”, “los de las motos van
como locos”… Mientras no individualicemos al otro no encontraremos sus matices
y por tanto podremos incluirlo en esa masa de Otros que hacen cosas que nos sentimos legitimados a criticar porque
si todo es lo mismo y no hay gradación, entonces esa multitud monocroma se
mueve como un solo individuo anónimo al que puedo culpar de todas las cosas que
no funcionan bien.
La gente es esa
parte que no me gusta de mi mismo con la que estoy obligado a convivir y, si es
posible, aprender a amar.
Esa gente es la
responsable de que yo no pueda hacer las cosas como creo que debo hacerlas. Esa
convicción parece dejarnos tranquilos. Sin embargo el solo acto de escuchar y
tratar de ponerse en el lugar de una de esas gentes desmonta automáticamente el fantasma de los Otros y nos obliga a asumir la responsabilidad de nuestros
actos. La única manera de tomar cierto control sobre lo que hacen con nosotros
es asumir que somos uno más entre millones, tratar de conectar con los que nos
rodean y buscar el entendimiento. Mientras no lo hagamos así, nos podrán seguir
poniendo troyanos en nuestros móviles y seguiremos pensando que la gente vive controlada en lugar de asumir
que yo, al no involucrarme en las cosas que me afectan, estoy aceptando que
otros vivan mi vida.
Fotografía: © Alberto Pizzoli / Getty Images