En realidad yo no me identificaba mucho con la mayoría de la gente con la que iba. Había algo, para mi importante, que no podía compartir con ellos, algo que tiene que ver con las inquietudes, o maneras de entender ciertas cosas de carácter mucho más íntimo. Pero compartíamos una pasión, había camaradería, pertenecíamos a algo. Ibamos a la contra de muchas cosas, o así lo sentíamos.
No era el mejor momento de mi vida. Era una época jodida. Ese mundo me daba intensidad. Legitimaba mis contradicciones, mi dolor. Nuestros héroes eran personajes que sentían cosas parecidas a lo que yo sentía. Gente que se rebelaba, que sufría y se marginaba del resto. Eran héroes que caminaban hacia un abismo porque sabían que lo que dejaban atrás era peor.
Durante muchos años he renegado de esa época. Vendí casi todos mis vinilos (me duele físicamente cada vez que lo pienso), y apenas guardo fotos. Pero últimamente vuelvo a escuchar esa música y consigo recordar cosas bonitas de todo aquello.
Todos teníamos un referente, algún cantante que nos gustaba más que los demás, y lo sabíamos todo de él, éramos fans. El mío era Eddie Cochran. Llegué a pertenecer al club de fans, íbamos a concentraciones y pasábamos el fin de semana escuchando su música y bailando. Era muy loco todo, porque éramos chavales de 15 años en los años 80, cuando todo estaba en ebullición, empeñados en vivir como en los años 50, cuando el mundo era una mierda.
Hay una peli que me encanta, The Wanderers de Philip Kaufman, que transmite muy bien todo esto. La grandeza y la tristeza de la pertenencia al grupo en plan ghetto, cómo te salva y cómo te impide avanzar.
Esta mañana me desperté cantándole a mi niña sin nombre una canción de Eddie