lunes, 28 de julio de 2014

eDIOGENES



En casi todas las películas de ciencia ficción, el héroe suele encontrar la solución al problema con un ardid analógico que escape al control absoluto de la Inteligencia Artificial. El modo manual siempre es una opción que tenemos los humanos para engañar a las máquinas, y ya estamos inmersos en ese futuro en el que la tecnología monitoriza sistemática y aleatoriamente nuestras vidas.

Cuando trato de visualizar un futuro cercano, el que vivirán dentro de unos 100 años, no me cabe duda de que habrá una generación retro-futurista, que decidirá conscientemente y como alternativa político-social, una vida fuera del sistema, sin datos, sin huellas, sin conexiones. Imagino a esos humanos esforzándose por reconstruir máquinas y sistemas de comunicación que hoy están en extinción, como la imprenta, el manuscrito o el teléfono analógico.

Parece que en Alemania y Rusia, en un intento de burlar el espionaje, están recuperando la máquina de escribir y las palomas mensajeras. Nadie podía imaginar que la revolución analógica comenzaría tan pronto, pero está sucediendo en todos los campos. En fotografía hay una tendencia cada vez más mayoritaria entre los jóvenes por recuperar el rollo de película. Las galerías venden muchas más obras si están realizadas mediante un proceso químico, y no con plotters digitales que producen imágenes en cadena. El mundo editorial está librando su mayor batalla desde la invención de la imprenta, se impone con su aplastante musculatura el eBook, pero cada vez más gente está dispuesta a pagar por el objeto artesanal, rudimentario, que huele y tiene la capacidad de envejecer y morir.

Creo que nadie se libra del síndrome de eDiógenes, que es la tendencia a acumular información obsesivamente en nuestros aparatos, un mal mucho más dañino que el propio síndrome de Diógenes ya que en este hay un límite: cuando no caben más cosas en la casa, pero en la nube la capacidad de acumulación es infinita, y además está socialmente aceptado.


La reivindicación de lo orgánico era una cuestión de tiempo, y de límites.


FOTOGRAFÍA: © Adam Berry/Getty Images


* Columna publicada cada sábado en  

miércoles, 23 de julio de 2014

CONSTANCIA

Un acto heroico lo comete cualquiera. La constancia es lo único que nos hace creíbles (y confiables).

martes, 22 de julio de 2014

UN MUNDO FELIZ



Los cuentos infantiles clásicos (Andersen, los hermanos Grimm, Perrault) son aterradores porque conectan con la fantasía universal del niño, que es un humano en estado salvaje cuya percepción del mundo es básica y a la vez muy perspicaz: un monstruo me puede comer, pero el monstruo puede ser cualquiera de los que me rodean.

Los adultos hemos perdido esa percepción bestial de la vida, ligada a la supervivencia, en la que todo es monstruoso hasta que demuestre lo contrario. Por eso machacamos a los niños hasta extirparles su capacidad intuitiva y conseguimos que le sonrían a cualquiera. Los pederastas saben que un niño tarda en reaccionar a la locura, si es que lo llega a hacer, de que el mismísimo Mickey Mouse lo esté violando mientras sus padres sonríen fuera de la casa encantada. Por eso estos enfermos, que en su mayoría fueron también menores abusados, se disfrazan del personaje festivo, amigo de los niños, siempre dispuesto a jugar y arrancarles una sonrisa, antes de arrancarles el alma. 

Recientemente a muchos se nos cuajó la sangre en las venas con la historia del showman británico Jimmy Savile, un héroe televisivo infantil que perpetró más de 200 ataques sexuales contra niños a lo largo de medio siglo. La policía y la Sociedad Nacional para la Protección de los Niños coinciden en el extremo sadismo que caracterizaba las violaciones. Ahora, mientras en Inglaterra vuelven a destapar las cloacas con 660 pederastas detenidos y la sospecha de una red de tráfico de menores en el mismísimo parlamento británico, en Disney World ("donde los sueños se hacen realidad", dice su eslogan) hay de momento 35 empleados acusados de pederastia.

¿Qué nos pasa? Me refiero a los adultos, deberíamos proteger a los niños, evitar que los destruyan de por vida. ¿Por qué no saltan las alarmas cuando tienen que saltar? ¿Hacia donde estábamos mirando cuando ocurría (y sigue ocurriendo) todo esto? La idea de un mundo feliz no pasa por la ausencia de problemas, sino por hacer frente a las cosas más incómodas, las que nadie quiere ver. Quizá me equivoco pero creo que hay algo previo que no ha funcionado cuando un niño cae en manos de un pederasta a pocos metros de sus padres y este monstruo repite sistemáticamente la pesadilla sin que nadie se de cuenta.


FOTOGRAFÍA: © Yoshikazu Tsuno/Getty Images

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lunes, 14 de julio de 2014

RECUENTO DE CUERPOS



En mi barrio pasábamos las noches de verano en el parque contando historias, haciendo hogueras, jugando cartas, todos mezclados, sin distinción de edad. Yo escuchaba haciéndome el distraído las historias de los chicos mayores, que más de una vez me quitaron el sueño. El hermano de un amigo mío estudiaba medicina, y aquel verano estaba haciendo sus prácticas en la morgue, limpiando los cadáveres que llegaban de los accidentes de tráfico. Esa escena, recreada en mi imaginación hasta con su olor a sangre y el tacto aún caliente y mórbido de los cuerpos sin vida, todavía hoy me produce escalofríos.

Dicen que se muere como se ha vivido, salvo en casos de accidentes inesperados. Si uno ha estado en paz y ha procurado pasar por esta vida haciendo el menor daño posible, es probable que muera en paz y sin molestar demasiado. Al resentido, aquel que siempre ha estado haciendo patente su malestar y contagiándolo a los demás, le espera seguramente una muerte amarga para sí mismo y tóxica para los que le rodean. Hay muertes absurdas, ridículas, y muertes románticas, de carácter épico, como la del alpinista Patrice Hyvert, que desapareció a los 23 años en el Mont Blanc y ha sido encontrado, 32 años después con el mismo aspecto impecable con el que emprendió su hazaña.


Cada año, cuando se derrite la nieve en la montaña más alta de Europa, aparecen cuerpos dados por perdidos. Un recuento de cadáveres con cierta dosis legendaria, desde luego muy distinto del que estos días se hace en la Franja de Gaza, donde los civiles mueren efectivamente como han vivido: hacinados, pobres y anónimos.
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FOTOGRAFÍA: © David Azia/AP

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lunes, 7 de julio de 2014

LETARGO



Transmisión de información, en eso consiste la evolución, controlar esos patrones, esos códigos, es controlar la existencia. En EE UU ya han dado luz verde para comercializar exoesqueletos, osamentas externas que permiten a un paralítico volver a caminar. Facebook hace un experimento manipulando las emociones de la gente para observar el contagio emocional de los grupos. Descubren un planeta potencialmente habitable a 3.000 años luz. Ya se pueden diseñar y experimentar formas de reproducción en las que el cuerpo humano no es necesario.

El científico e inventor Raymond Kurzweil fue contratado en 2012 por Google para diseñar el futuro: una era en la que una nueva especie humana, genéticamente diseñada y fusionada con la robótica y la nanotecnología, convivirá con el Homo Sapiens. Él lo llama Singularidad y, a juzgar por sus predicciones anteriores, conviene tenerlo en cuenta. En su primer libro, La era de las máquinas inteligentes, escrito en 1986, adelantó la caída de la Unión Soviética, en parte por la influencia de la tecnología para restar capacidad de control de la información al gobierno. Previó que el uso de internet sería masivo (cuando apenas tenía un par de millones de usuarios en todo el mundo) y que accederíamos desde aparatos inalámbricos. Kurzweil habla de auto reparación de partes del cuerpo,  de humanos intangibles, replicados y metidos en un sistema, con su conciencia y su alma, de nanotecnología que construye complejos objetos en segundos, de la vida extendida de forma ilimitada y de una especie humana en plena evolución que pasará generaciones milenarias viajando años luz para colonizar otras galaxias.


En una época así lo valioso debe ser el anonimato, la vuelta a la caverna. Aislarse. El vacío abismal del espacio exterior y la espesa profundidad del océano deben ser como el letargo de un sueño del que quieres despertar y no puedes. Me pregunto qué se siente en esa lentitud, fuera de toda dimensión conocida.


FOTOGRAFÍA: © Reuters

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