lunes, 11 de octubre de 2010

VILNIUS

La última imagen que veo en Vilnius llega con la luz gris del amanecer de un domingo lluvioso. Es una joven pareja sentada al borde de la carretera: él, visiblemente borracho, parece llorar con la cara hundida en los brazos de ella, que le acaricia el pelo despacio, sin decir nada. Llevan ropas atemporales, de colores imprecisos y apagados, y su peinado y actitud corporal son como de un tiempo lejano.

Parecen exiliados del pasado que deben volver a su época y temen a la incertidumbre de esa nueva partida.

Subo al avión. Siento como un hormigueo de bienestar ante la inminencia de la melancolía. Una sensación familiar de nostalgia que me hace sentir pegado a la vida. Es algo ancestral en lo que confío sin saber por qué, como ocurre con la intuición.

De los viajes vuelvo siempre aturdido por la intensidad de los recuerdos. Es una intensidad que se genera dentro de mi por el simple hecho de necesitar sentirla, no importa lo anodino del lugar donde me encuentre. Para mi es el epicentro donde todo comienza

Esa exaltación sutil de la vida lo vuelve todo frágil y auténtico, porque la naturaleza misma de ese modo de sentir es quebradiza; necesita de nuestra fe ciega y constante para existir en nosotros.