(MOHAMED AZAKIR/Reuters)
“Nada es veneno, todo es veneno: la diferencia está en la
dosis”. El médico, alquimista y astrólogo Paracelso lo tuvo bien claro ya en el
siglo XVI, cuando se enfrentaba continuamente a la tradición y los remedios
heredados, buscando siempre nuevos métodos, adelantado a sus contemporáneos. También
aconsejaba a sus pacientes que no dependieran de otros si podían ser dueños de
sí mismos mediante el conocimiento. Me pregunto si la leyenda que asegura que
fue capaz de conseguir la transmutación del plomo en oro no funciona mejor como
metáfora: la conversión de lo letal en fuente de bienestar.
El uso de la marihuana como germen de sabiduría y
espiritualidad se remonta a 3.000 años antes de Cristo, según restos
encontrados en China y Turquestán, se cree incluso que puede haber sido una de
las primeras plantas cultivadas por el hombre. En todas las culturas donde se usa
esta planta con fines terapéuticos o místicos lo que persiguen es agilizar la
mente, agudizar la percepción de los sentidos, inducir los sueños y liberar
verdades escondidas en la mente por medio de la contemplación. Todos estos usos
extrapolados a la sociedad de consumo occidental pierden su sentido,
convirtiendo a la marihuana en una droga más, con todas las consecuencias
nocivas que conlleva el abuso de cualquier sustancia que altera el sistema
nervioso central.
Algunos de los grandes profetas en cuyo nombre se fundaron
las actuales religiones tuvieron reveladoras experiencias místicas con esta
planta. En el Éxodo por ejemplo se cuenta como se untaba a las personas con un
aceite especial a base de cáñamo para que entraran en contacto con los dioses.
La Santa María es una variedad de marihuana que los chamanes amazónicos de
Brasil usan para sus rituales de introspección, lo opuesto a nuestros rituales
consumistas en los que convertimos el oro en plomo y nos alejamos de nosotros
mismos.