En mi barrio pasábamos las noches de verano en el parque
contando historias, haciendo hogueras, jugando cartas, todos mezclados, sin
distinción de edad. Yo escuchaba haciéndome el distraído las historias de los
chicos mayores, que más de una vez me quitaron el sueño. El hermano de un amigo
mío estudiaba medicina, y aquel verano estaba haciendo sus prácticas en la
morgue, limpiando los cadáveres que llegaban de los accidentes de tráfico. Esa
escena, recreada en mi imaginación hasta con su olor a sangre y el tacto aún
caliente y mórbido de los cuerpos sin vida, todavía hoy me produce escalofríos.
Dicen que se muere como se ha vivido, salvo en casos de
accidentes inesperados. Si uno ha estado en paz y ha procurado pasar por esta
vida haciendo el menor daño posible, es probable que muera en paz y sin
molestar demasiado. Al resentido, aquel que siempre ha estado haciendo patente
su malestar y contagiándolo a los demás, le espera seguramente una muerte
amarga para sí mismo y tóxica para los que le rodean. Hay muertes absurdas,
ridículas, y muertes románticas, de carácter épico, como la del alpinista
Patrice Hyvert, que desapareció a los 23 años en el Mont Blanc y ha sido
encontrado, 32 años después con el mismo aspecto impecable con el que emprendió
su hazaña.
Cada año, cuando se derrite la nieve en la montaña más alta
de Europa, aparecen cuerpos dados por perdidos. Un recuento de cadáveres con
cierta dosis legendaria, desde luego muy distinto del que estos días se hace en
la Franja de Gaza, donde los civiles mueren efectivamente como han vivido:
hacinados, pobres y anónimos.
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FOTOGRAFÍA: © David Azia/AP
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